Wednesday, May 19, 2010

Las viejas del panteón (de Daniel Carrión de Gómez)

A punto ya de retirarse, el tímido sol de aquel crudo invierno se había escondido detrás de unos nubarrones oscuros y prepotentes, y la poca luz que lograba pasar acentuaba desalentadoramente la grisura de las callejuelas internas del cementerio, donde aquel niño viviría una de las tardes más aciagas de su vida.

Por una de esas callejuelas avanzaba una pareja, precedida, por varios metros, por un niño que deambulaba entre fascinado e intimidado. Fascinado, por la posibilidad de ver alguna calavera (y tener así alguna historia fantástica para farolear delante de sus amiguitos cuando volviera ese lunes al colegio); atemorizado, porque aquel lugar le provocaba una inquietud indescriptible, ubicada entre el estómago y la garganta. A los lados de la callejuela se erguían las esculturas más extrañas e inquietantes que jamás había visto: ángeles, vírgenes, cruces, caras, cabezas, símbolos que no podía reconocer y esas especies de departamentitos llenos de cajones de madera. Sus padres le habían explicado que ninguna de esas imágenes le podría hacer daño, y él intentaba creerles. En realidad lo necesitaba, ya que de otro modo no soportaría estar allí.

Así, pues, el niño avanzaba, como corresponde a todo niño, adelantado de sus padres y exploraba con exagerada precaución cada puerta o imagen que le llamaban la atención, tanteándolas antes con un palo largo que había recogido para cerciorarse de que eran inofensivas.

En todo momento repetía para sí mismo, las explicaciones oídas de sus padres, pero nada de lo que estos le habían dicho podría haberlo preparado para lo que iba a sucederle.

Mientras exploraba con recelo la escultura de una lechuza en actitud vigilante, un chistido le llegó desde sus espaldas. El niño volteó buscando de dónde provenía aquel chistido, que se repitió una vez más. Lo que vieron sus ojos era algo que recordará hasta el momento de su muerte, y que lo estremecerá cada vez que lo reviva. En uno de los panteones, cuya puerta estaba cerrada, había una pequeña ventana abierta, por la que se asomaba la cabeza de una mujer, pálida casi hasta la transparencia, la carne consumida por los años, el cabello cano y desgreñado y unos anteojos gruesos como nunca había visto antes. Se quedó paralizado. Por un instante ese cabello blanco y revuelto le recordó la espuma de la leche que había tomado un rato antes, y sintió ganas de vomitar.

— Che, nene —le dijo una voz que hacía un extraño eco desde el interior—. Ayudanos a salir de aquí. Estamos encerradas y queremos irnos.

¿“Ayudanos”? ¿“Estamos”?, pensó. ¿Cuántos son? Detrás de la primera figura se asomó el rostro de otra mujer, con el peso de los siglos colgando de sus mejillas y que le apuntaba con una pequeña linterna. El niño se quedó paralizado.

— Dale, querido —continuó la del pelo blanco—. Vení hasta la puerta y abrinos. Queremos salir.

— O si no, andá a buscar a alguien más que te ayude y te ganás un regalito —intervino la de la linterna—.

El niño dio un alarido de terror que estremeció a sus padres, logró mover algunos músculos y salió corriendo en dirección a ellos, sin dejar de gritar como nunca lo había hecho. Sin articular palabra se protegió detrás de las piernas del hombre mientras señalaba insistentemente.

Aquella misma tarde, a pesar del fuerte viento que calaba hasta los huesos y hacía lo quería con el peinado más sólido, mi madre y mi tía habían ido también a ese mismo cementerio, a ponerle flores frescas a mis abuelos. La luz del sol ya comenzaba a irse, lo que preanunciaba que pronto se cerrarían las rejas del lugar para que los vivos se quedaran del otro lado. Mientras mi tía, de espaldas a la puerta acomodaba las flores en una de las tumbas, mi madre, agachada, recogía del suelo hojas y pétalos secos que afeaban (aún más) el lugar. Cuando se quiso erguir, el equilibrio la traicionó pero ella logró asirse de algo que, aunque se movió alejándose de ella, le permitió no caer. Apenas terminaba de recomponerse cuando oyó el fuerte estampido de una puerta cerrándose. Les llevó unos segundos darse cuenta de que, al levantarse, mi madre había cerrado la puerta del panteón, que no tenía picaporte. Estaban encerradas. Entonces vieron, por una pequeña ventana, un niño que se acercaba por la callejuela...

1 comment:

Unknown said...

Aclaración: la historia es verídica, rescatada para el anecdotario familiar y realzada con algunas licencias literarias que me tomé.